viernes, 15 de febrero de 2008

Urania - J. M. G. Le Clézio - Segunda parte

El avión aterrizó con un ruido seco y por primera vez levanté la vista del libro. Cuadros de estepa polvorienta pasaban por la ventanilla como fotogramas frente a un proyector. Antes de bajar llegué a leer que el protagonista de Urania, un geógrafo francés llamado Daniel Sillitoe, llegaba al valle de Tepalcatepec, en México, con el propósito de hacer un mapa de los suelos del lugar.

Pasaron un par de días antes de que pudiera reencontrarme con el libro de Le Clézio. Cuando lo retomé aún no tenía muy claro para dónde iba la historia, lo único que podía decir era que el tipo escribía bien; eso se notaba desde el primer párrafo. Pero hacía falta algo más, siempre hace falta algo más. Y la peripecia de Daniel comenzó a desenvolverse de a poco, avanzando junto al camino de mi propio viaje, a miles de kilómetros de distancia.


Arroyo de Michoacán - El Valle

Urania se sitúa en un tiempo y un espacio más o menos acotables. Sin embargo, la historia tiene un espectro mucho más vasto, que se puede remontar hasta Utopía, de Tomás Moro o vagar con intención por El llano en llamas de Rulfo. Le Clézio es un guía experto para estas geografías. Por eso, todo comienza en un ateneo de influencia helénica y aires jesuitas: El Emporio, dirigido por Don Tomás. Este centro de estudios que convocó a Daniel para trabajar en el análisis de los suelos del Valle va a ser el eje sobre el que gira uno de los grandes polos de la novela: el de la ciudad, con sus hacendados, sus nuevos ricos, sus camionetas 4x4, su música atronadora y sus excluidos, condenados a revolver las montañas de basura. Hasta aquí la parte menos original y donde alguna veces Le Clézio cae en ciertos estereotipos de la mirada europea sobre América latina.

Muy cerca del Valle se encuentra Campos, la patria del "pueblo arco iris", una especie de comuna fundada por antiguos hippies, donde se encuentran desterrados de todas partes del mundo para criar a sus chicos a la luz de las estrellas. Un viejo consejero fue el encargado de diseñar las reglas de ese falansterio donde se habla un idioma tan primario como esencial: el "Elmen". Una lengua hecha de muchas otras, las de los diferentes habitantes de Campos. Una lengua que es la que todos supimos en alguna niñez remota y que luego nos obligamos a olvidar.

Lago de Pátzcuaro - Michoacán
Tal como adelanta Urania, la contaminación producida por los fertilizantes
utilizados en el Valle amenaza con convertir el lago en un inmenso basural.


La pestilencia de la ciudad y sus fábricas de dulces, las internas de los intelectuales en El Emporio, el ejército de "Paracaidistas" sin vivienda ni empleo que los poderosos utilizan para ocupar y devaluar los terrenos en los que luego construirán sus barrios privados, todo contribuye a acelerar la circulación dentro de ese hormiguero que es el Valle y la utopía de Campos no puede sobrevivir. Sin embargo, en la formación y en el modo de resistir y reinventar la comuna, hay algo que la novela tiene para decir y que persiste más allá de los guiños al realismo mágico y de los ejercicios de erudición. Parafraseando a Oscar Wilde, Le Clézio parece advertir una vez más que "todos estamos tirados en la alcantarilla, pero algunos estamos mirando a las estrellas".

viernes, 8 de febrero de 2008

Urania - J. M. G. Le Clézio - Primera parte

Urania es uno de esos libros que saben esperar entre las sombras, al final de una calle adoquinada de supuestas casualidades.

El 20 de octubre, día del cumpleaños de mi hermano, salí del trabajo muy tarde y corrí por las calles de San Telmo hasta estamparme como un moscardón contra la cortina recién bajada de la Librería de Ávila. Eran las 8 en punto de la noche. El encargado me miró y sus ojos pasaron revista a las gotas de transpiración que empezaban a chorrear por mi cara, al otro lado del cuadradito de hierro. Entonces lancé una especie de ruego, algo medio patético del estilo: "Por favor, dejame pasar, necesito comprar un regalo". El tipo abrió la puerta de la reja y después corrió el pasador de la entrada de madera. "¿Sabés lo que vas a comprar? Porque ya me tengo que ir", advirtió mientras yo me lanzaba hacia los primeros estantes de la librería. "Sí, sí", mentí. Al minuto lo tenía detrás mío esperando que le dijera el título que quería. "¿Tenés algo de Queneau?", pregunté dispuesto a sacrificar la tarjeta de crédito, tras recordar que pocos días antes habíamos estando hablando con mi hermano sobre Oulipo.

"¿Quene... qué?", preguntó el vendedor con la desesperación de quien esperaba una facturación rápida de la mano de Pigna, Coelho o algún otro best sellerista cercano a la caja. "No, pibe, de eso no tengo nada". Me di vuelta y miré el salón mientras intentaba recordar al mismo tiempo algún otro autor que le gustara a mi hermano o, en el peor de los casos, la hora a la que cierran los shoppings. Entonces el vendedor volvió a hablar con su voz impaciente. "¿Te gustan los franceses? Recién me llegó esto", dijo y señaló a un costado del mostrador. Envueltos en un plástico transparente esperaban unos 50 ejemplares de Urania. Recordé alguna nota de suplemento literario y ese nombre que resonaba cada año en las listas del Nobel: Le Clézio. Leí la contratapa por falsa dignidad, pero en cuanto lo tuve en la mano ya sabía que lo iba a comprar. Y si a mi hermano no le gustaba, mejor. Pero le gustó.

En alguna de las comilonas familiares de fin de año nos encontramos y él insistió en que era el libro ideal para que me llevara a mis vacaciones por el Sur. El día antes de irme pasé por su casa a buscarlo. Había recuperado el interés, pero ahora tenía una larga fila de competidores: Historia del llanto, de Pauls; Vidas de santos, de Fresán, y un par de clásicos que ya se habían ganado un lugar en mi mochila viajera. Pero Urania, que entró con lo justo en el bolso de mano, los superó a todos.

A poco días de andar vagando por la Patagonia y después de enojarme bastante con la intrascendente novelita de Pauls, por fin llegó el momento. Pero el comienzo tampoco podía ser normal. Empecé Urania a bordo de un desvencijado avión de Aerolíneas Argentinas que intentaba con mucho esfuerzo elevarse sobre el Canal de Beagle. La puerta de la cabina no cerraba y se golpeaba constantemente. A mi lado una azafata ensayaba muecas de salvataje para explicar cómo respirar con una máscara de oxígeno si te caés de 10 mil metros. Por casualidad, mis ojos se fijaron en sus zapatos, azul oscuro con la puntera celeste, los colores de Aerolíneas, "la Argentina que levanta vuelo". Pero había algo raro: uno de los zapatos estaba rajado de lado y la chica hacía malabares para no perderlo. Mientras tanto, al fondo, las dos turbinitas largaban jadeos de final de fiesta y mis oídos empezaban a querer estallar. Nunca le tuve miedo a los aviones, pero siempre le tuve fobia a las empresas. Más si son privatizadas, más si son españolas, más cuando cinco días antes nos habían dejado varados en una sala de embarque de Ezeiza por 24 horas. A mi lado, como quien no quiere la cosa, un turista juntaba las palmas y musitaba alguna plegaria en alemán. Al otro costado, pasillo de por medio, mi mujer se enfrascaba en la lectura de la revista para pasajeros y procuraba no alzar la vista. Era hora de encomendarme a mi dios.

Abrí el bolso de mano y allí estaba el libro de Le Clézio, una vez más, esperando.