domingo, 29 de julio de 2007

Jardines de Kensington - Rodrigo Fresán

Novela, cuento infantil, biografía, clip, documental, videogame: el universo Fresán atraviesa formatos y no admite medias tintas. Su voz se alimenta de cientos de voces. Y tanto se vuelve melodia de borrachos en un bar olvidado de Canciones tristes, como caricia en el aire de una mañana lisérgica en cualquier day in the life londinense.

A caballo entre la belle epoque y los swinging sixties, un nuevo Hook nos conduce a Neverland, ese país de nunca jamás, donde "morir ha de ser una aventura tremendamente formidable". Allí espera sir James Matthew Barrie, el oscuro creador de Peter Pan, el hombrecito que guarda entre sus manos las llaves de Kensington Gardens.

Parados en la roca de los abandonados, Lennon y Barrie vuelven a hablar para nosotros. Para todos aquellos que aprendimos a volar muy bien "para luego aprender a estrellarnos todavía mucho mejor".

Nos piden que abandonemos el estúpido empeño de crecer, ese sueño de la razón que sólo conduce a la locura. Nos piden que aceptemos, de una buena vez por todas, nuestra condición de niños eternos.

Las facturas de la vida, ya se sabe, llegarán tarde o temprano a las puertas baleadas del Dakota o a los oscuros callejones de Sad Songs y ya no habrá tiempo para nuevos juegos. Aparecerán, a cambio, las infalibles señales de la vejez. La honra hollywoodense maquillará nuestro pasado e imprimirá nuestras manos en el cemento fresco de sus veredas, de sus cementerios.

Entonces, habrá que terminar la novela y aplaudir bien fuerte para que no se apague la luz de Tinker Bell. Para que nunca mueran las hadas.

Imborrable: la infancia de Hook y el relato de las fiestas que organizaban sus padres en los '60.

Ficha
Jardines de Kensington
Rodrigo Fresán
Editorial DeBolsillo
2003
Precio: $21

Para leer:

miércoles, 18 de julio de 2007

Escribir, perder el tiempo y tirar televisores

En esta entrevista realizada por la gente de la Audiovideoteca de escritores del Gobierno de la Ciudad -hoy amenazados por el desguace que pactaron Telerman y Macri-, Cozarinsky le pone nombre a los silencios, a la falta de ganas, a la estupidez que se apodera de uno cuando no se puede escribir.

El reloj de arena se da vuelta en cuanto dejamos el teclado y en ese momento empieza un recorrido que se transita con más o menos angustia. Salir, tomar, jugar al solitario o mirar la televisión hasta, literalmente, necesitar tirarla a la basura. Todo vale, todo es parte de la búsqueda.

Hasta que un día, más temprano que tarde, el mundo se revela tan aburrido y hediondo como siempre. Entonces, sólo queda contar un cuento, como el único antídoto posible para neutralizar el veneno del tiempo.



viernes, 13 de julio de 2007

El rufián moldavo - Edgardo Cozarinsky

Mi abuelo Fernando había nacido en 1910 en Herrera Vegas, una estación del Ferrocarril Oeste, perdida en el pastoso corazón de la provincia de Buenos Aires, muy cerca de Bolívar. Aunque de acuerdo con la versión oficial, el pueblo recién se fundó un año después, lo cierto es que por esos tiempos había allí un almácén de ramos generales, con cancha de paleta y botellas de anís.

Al otro lado del mostrador de madera mi bisabuelo Ramón, dueño del establecimiento, le sacaba lustre a sus sueños de inmigrante y gambeteaba los desplantes de su esposa Luisa, aquejada por el mal de las féminas del siglo XIX: la histeria. Pese a su confinamiento pampeano, la familia se las ingeniaba para estar a la moda.

Fernando era el mayor de los tres hermanos y el primero en saltar el cerco. Con menos de 20 años se descolgaba de su habitación, rodaba por el tejado y caía sobre el césped del jardín, justo delante del Ford A. El coche había que empujarlo unos cientos de metros para evitar que con el arranque despertara a la familia, después darle a la manija y, si había suerte, la noche arrancaba a ochenta y capota baja por los caminos de tierra.

El destino era la Colonia Mauricio -o Algarrobo, en su versión criolla-, un asentamiento de inmigrantes judíos, que había nacido pocos años antes, cerca de Carlos Casares. Allí, la monotonía del campo se llenaba de acentos y melenas rubias escapadas de la Rusia zarista.

Sueños de emperatrices y labios florecientes que los muchachos de Bolívar se esforzaban por arrancar en los últimos compases de algún tango. Después, regresar, en el amanecer del domingo. Esconder el Ford A, dormir unas horas y llegar a tiempo a la misa donde espera la novia católica. La futura esposa, la que no pregunta nada, la que sabe todo.

El rufián moldavo recupera algo de esa pasión burguesa que aparece en las historias de un país donde todos eran tan nuevos, tan recién llegados. Por desgracia, se queda a mitad de camino entre una obra minimalista y una gran novela al estilo tradicional. Pero tiene el mérito de recordarnos hasta qué punto vivimos en un inevitable diálogo con nuestros muertos.

Imborrable: las viñetas del romance tanguero en el prostíbulo Granadero Baigorria.

Ficha
El rufián moldavo
Edgardo Cozarinsky
Editorial Emecé
2004
Precio: $23

Para leer