domingo, 14 de octubre de 2007

La biblioteca de Alejandría

El sábado a la mañana un asunto familiar me llevó junto con mi hermano de excursión hasta Ezeiza. Arrancamos temprano y volvimos después del mediodía, con la mirada fija en la vías de ese tren que unió nuestra infancia y hoy sigue atravesando escenarios imposibles.

El ramal Cañuelas del Roca todavía traquetea con los vagones originales de cuando se electrificó el servicio, allá por mediados de los '80. Los asientos naranja se hamacan al ritmo de una cumbia zumbona y los vendedores ambulantes pasan uno tras otro. Pilas, medias, golosinas y una novedad: CDs con compilados que no hace falta probar porque el tipo los lleva sonando a todo volumen en un equipo a pilas colgado del hombro.

Miro por la ventana, nos acercamos a Banfield. Los acordes del último hombre orquesta se alejan hacia el fondo del vagón y los reemplaza la voz de un nuevo vendedor que anuncia con ganas "Julio Verne, Cortázar, Borges". Mi hermano me mira. "Bucay, Coelho, libros de autoayuda, de medicina, de matemática, enciclopedias". Levanto la cabeza esperando encontrar un viejo vendedor de literatura de cordel. "Más de mil libros para leer en la PC", aclara entonces la voz y el brazo agita un CD por sobre las cabezas de los pasajeros. Cuando por fin se acerca, mi hermano ya tiene un billete de $5 en la mano. Pero el librero digital y ambulante sabe que su oficio no es como el del vendedor de medias. Por eso, antes de entregarnos la fuente de la sabiduría nos regala una explicación acerca de cómo la cultura está ahora "al alcance de la mano".

El CD, que incluye software pirata como corresponde, trae 2.500 ebooks de toda índole. Los nombres se mezclan en una ensalada imperdible regida apenas por el (des)orden alfabético: 16 libros de Ambrose Bierce conviven con las Crónicas de Narnia, América de Kaflka se cruza con toda la saga de Harry Potter, Vigilar y castigar aguarda tras los Nueve libros de la Historia de Heródoto.

Cuando bajé en Constitución me descubrí guardando el disco en la mochila y acariciando las tapas ajadas de los poemas de Paul Bowles que suelo llevar como talismán de viaje. Por los altoparlantes de la estación un grito de lata hablaba de un servicio interrumpido.